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Manuel Lillo:
Treinta años después de la fundación de Benalua la hoguera del barrio, con el monumento «parada y fonda», obtenía el primer premio de la edición inicial de las Hogueras de Sant Joan. De esto hará pronto cien años. La rima histórica no es nada despreciable si se tiene en cuenta que esa hoguera, que otorgaba a la sátira un protagonismo actualmente mucho más discreto en la fiesta alicantina, protestaba por las deficiencias de los servicios públicos. En este caso del tranvía de Alicante, señalando a sus víctimas: una serie de ciudadanos resignados sin más remedio que quejarse con una mezcla ingeniosa de humor y mordacidad que poco después quedaría reducida a cenizas.
Benalúa, tan bien detallado en el libro de Alfredo Campello y Ernesto Martín , es el resultado del ensanche de una Alicante que dejó atrás las murallas por motivos de salubridad y de crecimiento natural al servicio de una industria local incipiente cuando el puerto, que nunca dejó de ser fundamental, ya no ostentaba el oligopolio de la economía alicantina. La ciudad pasaba de ser emisora y receptora de bienes de consumo a través de la infraestructura marítima a generar también productos propios que debían contribuir a un bienestar general que evidentemente se multiplicó, aunque nunca con las dimensiones pronosticadas.
Este barrio, como tantos otros de la ciudad, se erigía a finales del XIX al calor de un cambio de paradigma que propagó nuevos déficits. Benalua, que nunca ha sido ni ha aspirado a ser un barrio periférico en términos urbanos o sociales, protestaba por las limitaciones tranviarias mientras ofrecía otros atributos promocionados por la administración para tratar de contrarrestar la disconformidad vecinal. El compositor Óscar Esplá y el escritor Gabriel Miró compartían espacio dentro de un barrio arbolado, pulido, con edificios de no más de un piso –se conservan unos pocos–, con algunos chalés y cercano a la antigua Estación de Murcia, hoy reconvertida en la Casa del Mediterráneo.
No es poco si se tiene en cuenta que Esplá y Miró, con otros, se refugiaban cuando podían en la sierra de Aitana para reflexionar sobre el mundo e intentar dotar a la alicantinidad de un pensamiento y de una cultura propias que no llegaron a trascender con fuerza. Había el gusto por un ambiente plácido, y Benalua se lo ofrecía, así como a otros protagonistas culturales que vivieron, poco o mucho: el pintor Remigio Soler, el escultor Gastón Castelló o el historiador Francisco Figueras Pacheco son ejemplo de ello .
El entorno de Benalua nunca ha dejado de cautivar a los vecinos, que no responden a ningún perfil social concreto. Sus árboles, que dificultan la contemplación de los edificios pero compensan con sombra y paisaje, son echados de menos en muchos otros barrios de Alicante. Sus plazas, especialmente la de Navarro Rodrigo –la central– o la del Grupo Escolar, conceden a Benalua espacios en los que pasar horas al aire libre. Incluso los pequeños comercios, numerosos y diversos –especialmente los de sofás y peluquerías–, reflejan un cierto bienestar cada vez menos común en el Alicante actual, donde los grandes grupos empresariales han complicado la existencia a los tenderos de toda la vida.
Alguien puede preguntarse cómo es posible que decenas de vecinos, a menudo más de un centenar, se manifiesten cada sábado dentro de un barrio aparentemente agraciado dentro de una ciudad tan decadente. El motivo es que Benalua, contrariamente a lo que manifestó. en el estreno hoguera, ha pasado a convertirse en una «parada sin fonda». Los vecinos tienen donde vivir, pero no cuentan con un lugar acondicionado por la administración en el que hacer vida pública y ser alojados durante las horas muertas del día, multiplicadas entre la gente mayor.
En 1999, cuando el alcalde Luis Díaz Alperi se preparaba para revalidar su mayoría absoluta, prometía un centro social para Benalua en su programa electoral. 25 años después, y después de muchas campañas, el proyecto ni siquiera ha llegado a su punto inicial. La asociación de vecinos El Templet, que dedica su nombre al antiguo escenario de la plaza Navarro Rodrigo, recuerda que Benalua cuenta con unos 10.000 habitantes, un 40% de los cuales –aproximadamente– son de edad avanzada y necesitan una infraestructura como la mencionada. Curiosamente, el Ayuntamiento ha reconocido esta necesidad con una unanimidad que no es nada habitual en un consistorio tan dividido.
Pero no se han dado más pasos, a pesar de las alternativas planteadas por la asociación de vecinos, que en unos casos reciben una respuesta afirmativa que no va acompañada de ningún presupuesto, en otros oyen hablar de posibles ayudas europeas que nunca son concretadas o incluso llegan a ser contestados con ironía sobre la supervivencia del ficus, un árbol que resiste en el barrio desde hace 150 años y que según varios alcaldes, entre ellos el actual, sería incompatible con la creación de un nuevo centro social, que debería construirse a cambio de una nueva tala. El Síndic de Greuges ha avalado la queja vecinal, que espera contestaciones oficiales del consistorio a las demandas formuladas sobre esta instalación todavía inexistente. El antiguo asilo, en funcionamiento hasta hace poco, también queda expectante para ser utilizado para recuperar su valor histórico e incorporar un nuevo uso con finalidad social.
Fruto de estas controversias El Templet es vista desde el Ayuntamiento ya no tanto como una asociación vecinal, sino como un altavoz incómodo. La principal reivindicación no tiene motivación ideológica, pero el gobierno local la ignora ante el confort con el que se impone en Benalua en cada episodio electoral, donde el PP es el partido más votado. En mayo de 2023, en las últimas municipales, sumó cerca del 40% de los sufragios, un porcentaje casi idéntico al de la abstención. El Templet no se resigna y ofrece sus modestas instalaciones en el parque del Grup Escolar, dentro del gimnasio del antiguo colegio del barrio, para que los vecinos puedan disfrutar de una mínima cuota de ocio. Gimnasia, baile, conciertos o lecturas de poemas son algunas de las propuestas desplegadas también en otras entidades locales, como la del Taller Tumbao, que se implican en iniciativas culturales para hacer huir a los vecinos del mundo recluido y aislado de las pantallas. La respuesta vecinal es positiva, dada la cifra de inscritos, y hace viable su continuidad.
Mientras, los planteamientos higienistas con los que se desarrolló el barrio durante su creación aún sensibilizan a buena parte de los vecinos, que rechazan los macrodepósitos del Puerto, apuestan por el parque central y lamentan la multiplicación de la altura de unos pisos que en un principio no sumaban más de una planta –los árboles podían ser más altos– y que disponían del antiguo mecanismo de cuerda para abrir las puertas principales de arriba. Prácticas como la de tomar el fresco, símbolos como el del equipo de fútbol del barrio –que tanto benefició a la cantera del Hércules CF– o la tradición hoguera –con una implicación festera y con una ambición artística claramente descendentes– van ir quedando atrás.
La masificación del barrio de hace medio siglo no propició tanto este desenlace como la evolución económica actual Los migrantes, fundamentalmente manchegos, que se incorporaban al Alicante del boom de la construcción allá por los años sesenta y setenta multiplicarían. el vecindario, hoy integrado también por habitantes temporales que sí han acabado por transformar el barrio debido a las facilidades brindadas en el sector turístico, que encuentra en pisos particulares bienes con los que multiplicar exponencialmente su actividad y, de paso, incrementar también su omnipresencia. Con esta evolución, imparable en el conjunto de Alicante, la idiosincrasia que algunos vecinos aún recuerdan se ha ido evaporando aún más.
El barrio, delimitado por la avenida de Aguilera –con espacios tan emblemáticos como el Teatro Arniches, la antigua Canal 9 o el mítico bar JJ– y por la parte sur situada junto al puerto y distinguida por las harineras; por el precarizado barrio de Miguel Hernández -hasta hace poco conocido como José Antonio- y por la fastuosa avenida de Óscar Esplá, ofrece la mejor cara de Alicante con comercios de tradición y buen gusto como la bodega de Bernardino, tabernas como la de Fran, restaurantes como el de Víctor, pollerías como la de Aitana, un mercado de barrio que augura una renovación atractiva o un mercadillo a pie de calle habilitado cada jueves y cada sábado. La cara negativa de la ciudad también se evidencia en una desatención tan inalterable como la tendencia electoral, que alimenta una inhibición consistorial demasiado poco penalizada o bien compensada con otras actuaciones –según quien se pregunte– y, al mismo tiempo, totalmente desapercibida para la gran mayor parte de los alicantinos, habitualmente desconectados de su entorno más inmediato.
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